Memorias de posguerra

Tania Bruguera
2003

De: Bruguera, Tania “Postwar Memories”, By Heart / De Memoria -Cuban women’s journeys in and out of exile-, Editado por  María de los Ángeles Torres, Textos por varios autores, Ed. Temple University Press, Filadelphia, Estados Unidos, 2003, (ilust.) pp. 169 – 189.
ISBN 1-59213-010-0

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Memorias de posguerra

por Tania Bruguera

A.  Ana Mendieta

Un artista es un espacio para la comunicación. En el artista, la realidad viene junto al artista y a través de él, se reciben y transmiten ideas. Estas ideas son parte de un momento que regresa y luego otros artistas retoman esas ideas y las llevan adelante.

La obra de arte de Ana Mendieta fue parte de una conferencia a la que asistí en 1986. Ana Mendieta nació en Cuba pero a los doce años partió hacia Estados Unidos. Había visto imágenes de su obra y me habían impresionado y fascinado, pero fue en esta conferencia que supe que había muerto. Un sentimiento de pérdida hizo presa de mí. Me parecía injusto que un conjunto de arte tan poderoso quedara incompleto.

Quise hacer un homenaje. Comencé a buscarla. Su muerte había frustrado todo intento de conocerla. La busqué a través de su obra, de las huellas que había dejado en quienes la conocieron. Imaginé que podría eliminar la idea de su muerte si su obra continuaba. Intenté comprender y aprender.

Más allá de su propio arte, Ana se convirtió entonces en un símbolo del regreso a la tierra. Hacer el homenaje significaba también la posibilidad de pertenecer de algún modo, la posibilidad de tener al menos el derecho a pertenecer. Desde dentro de Cuba, su regreso se convirtió en prueba de que en realidad había otra parte de nosotros que no conocíamos, pero que existía.

Todo esto se produjo casi como una premonición de lo que vendría después, cuando muchos de los que la habían conocido cambiaron su posición en relación con Cuba, cuando llegó nuestro momento de perder amigos, parientes, compañeros en las desapariciones posteriores. Ana había intentado hacer caso omiso de su condición de «inexistente». Ella y su exilio se convirtieron en metáforas de uno de los conflictos definitorios de mi generación. ¿Puede uno pertenecer sin estar allí? Las preguntas que me formulaba con el propósito de comprender a Ana más tarde las formularía sobre cada nueva persona que se marchaba.

Comprendí que lo más importante era rescatar a Ana del olvido. No sólo por lo que ella representaba sino por la forma en que comprendía cómo hacer arte cubano, recuperar una esencia.

La obra de arte que deseaba hacer a través de la obra de Ana era más un gesto cultural que una fabricación de objetos. El objeto era el punto de referencia. Yo era sólo la arqueóloga, la médium. La acción debía incorporarla, hacerla parte del contexto cultural, de la referencia. Le daría un momento y un lugar dentro de Cuba, dentro de arte cubano. ¿Y que mejor forma de hacerlo que a través de su propia obra de arte? ¿Qué mejor homenaje que reconocer que esta también era una forma de representarnos? ¿Qué mejor manera de continuar el diálogo?

B.  Memoria del período de posguerra

En 1993, la libreta de teléfonos promedio tenía sólo unos pocos nombres y números que todavía era posible leer entre las líneas tachadas. Recomenzar, comenzar a conocer gente nueva, participar de nuevo: ¿cuánto podría esto durar?

En el intento de no borrar viejos recuerdos -que para ese momento estaban más idealizados, por supuesto-, descubrí que el legado de los artistas que se habían marchado pertenecía ahora de modo casi exclusivo al reino de la memoria y la historia oral. Había muy pocos signos tangibles de lo que habían hecho.

Como este era el medio -que ya no existía por la ida de aquella gente- en que me formé como artista, deseaba comentar mi nuevo paisaje del modo que aquellos artistas que se habían marchado lo habían hecho con el suyo cuando vivían en Cuba. Deseaba recuperar un tiempo dado, una atmósfera dada, para tantear si aún era posible utilizar algunos temas que ellos habían usado en sus obras de arte. Reedité sus iconos, sus estrategias: las banderas, los performances, los debates, el intercambio, la isla, la política, el desafío, el comentario social.

Recuerdo que en las clases de Historia del Arte el panorama social de otras épocas se enseñaba a través de obras de los artistas. Se intentaba explicar estas obras de arte como una reacción en algún sentido a lo que ocurría en torno a los artistas, como un punto de referencia. Las obras se convirtieron en comentarios sobre lo que había ocurrido.

En las clases de historia de Cuba en la escuela, repetidas año tras año con poca variación, nos hablaban -algunos con más y otros con menos pasión- sobre el privilegio de vivir en un momento histórico y participar en él. Nos hicieron conscientes de los beneficios que disfrutábamos gracias al heroísmo de otros.

Creí poder asumir el puesto de artista como testigo que dejaría un registro de los inconvenientes sociales del momento, intentando poner a prueba la teoría del arte como agente de cambio de la realidad.

El nombre de esta serie de obras es Memorias del período de posguerra, posguerra como metáfora de las circunstancias existentes dentro del arte cubano tras la oleada migratoria de artistas a fines de los ochenta y principios de los noventa, una emigración que dejó a los artistas que estaban en Cuba una sensación confusa de estar equivocados; posguerra como metáfora de los resultados de una «guerra» entre el arte y el poder que, por el momento, terminaba a su fase más frontal; posguerra por la similitud en el nivel físico de la ciudad, para las  vidas internas de la gente,  para el nuevo papel social del arte.

Memoria, no olvidar la continuidad.

Las obras que componen esta serie se convirtieron en una experiencia colectiva íntima, personal, porque se experimenta en común y porque cada uno de nosotros tiene en algún momento que resolverlo en un nivel personal. Memoria del período de posguerra es también el nombre de una obra que sintetiza la idea de esta serie. Es el punto que mantiene unidos la necesidad de pensar la cultura como acontecimiento colectivo y del arte como gesto. Aparece como un periódico, porque puede verse en él un espacio testimonial que presenta en sus comentarios notas en lugar de tesis, porque es un punto de referencia de opiniones, por su carácter de recopilación, por la inmediatez de su necesidad de expresión personal. Incluso aunque para cuando lo leemos, la forma del diario de presentar las cosas, de responder a ellas, de explicarlas, puede no ser la misma, sigue teniendo valor histórico, un valor que reside en la posibilidad que nos da de conocer lo que se piensa en un momento y lugar dados, de averiguar qué ocurrió en la voz de un testigo.

La estrategia de esta obra de arte es su fuerza mimética, su existencia en las fronteras de sus propias ilusiones, su coherencia virtual en su forma de aparecer y circular, la confusión, la gestualidad, su papel, el deseo de no perder el testimonio mientras se cristalizaba un momento.

Esta obra de arte se realizó en dos ocasiones, cada vez con un tema central.  La primera, el Período de Posguerra como condición simbólica de la situación dentro del arte; la segunda, sobre la emigración. Traté de iniciar el debate y dejar un registro sobre asuntos que consideré que en aquellos momentos eran borrosos en la opinión pública, al tiempo que eran temas o lugares de coincidencia en las investigaciones de varios artistas o teóricos. Los colaboradores eran artistas, críticos, curadores, investigadores, galeristas, estudiantes de arte y, en general, todos los que participan en el mundo de la producción o circulación del arte.

Esta obra tiene una deuda con su lugar de origen, Cuba, y con el momento que vivió dentro de la cultura cubana. Uno de sus objetivos principales no era excluir a nadie no importa de qué lado del mar estuviera, más bien lo contrario: intentó ser un puente, un espacio neutral para unirse.

C.  El viaje

El viaje es una obra de arte que es como un ritual. Cada elemento que formó parte de mi pasado, cada objeto que contuvo recuerdos de otros tiempos, se rompió y metió en bolsas de papel cartucho y las bolsas se ataron con cordeles por los que podían tomarse si uno deseaba llevarlas del modo que uno lleva aquello con lo que vive.

Dentro de las bolsas había mapas que me ayudaron a encontrar algunos caminos éticos que seguí o que resultaron ser falsos; libros que me llevaron a otros lugares; dibujos que había acumulado; ropas, escombros de la construcción de mi casa, la basura de cada exposición en que se exhibía la obra de arte.

Pero uno de los elementos más importantes era la correspondencia que había sostenido durante casi veinte meses con un hombre que hasta aquel momento había sido mi compañero durante seis años.

Él había decidido hacer un viaje a México que se prolongaba, ya que pedía nuevos permisos de salida y nuevas visas y repetía las solicitudes de permisos, hasta que el significado de su presencia en ese lugar comenzó a cambiar y poco a poco comprendimos que había emigrado: uno más que había decidido que esta era la forma escogida para resolver algunos conflictos, como parte de una febril aspiración conjunta de la que posiblemente todos nosotros fuéramos parte.

La primera exposición en que mostré esta obra de arte intentó analizar las distintas formas de resolver la situación social y la posición artística mediante diversos momentos personales. Esta obra se colocó al final de la línea, junto a la puerta, lista para ser tomada como equipaje de mano o de ser vista como una acumulación de recuerdos que han sido sacados o que se encontraban ya en esa extraña dimensión de pertenecer fuera de nosotros. Es una obra de arte que intenta captar un instante, congelar una acción.

Luego comencé a ver la relación existente entre lo que me había ocurrido a mí y muchas historias de otras personas. Amigos que usaban las cartas como medio de comunicación. Algunos que se habían marchado para siempre en una forma u otra y que tuvieron que realizar un ritual semejante, aunque con otras presiones más insuperables: tener que dejar el país en que nacieron, tener que pagar por ello con un acto de renuncia a lo que habían sido.

Entonces fue que decidí que la próxima vez que se exhibiera cambiaría su condición de acumulación por la de la isla de Cuba. Sería una metáfora de la isla construida mediante el acto de renuncia, la renuncia de otros a su pasado, a su futuro. Era una metáfora del precio de una isla hecha de memorias de tantas vidas vividas y empacadas para cuando pudieran regresar a recogerlas. Mis memorias se transformaron en un símil de las memorias de quienes ya no estaban aquí porque habían dejado el país. El gesto que había hecho, mi experiencia personal, había ganado una nueva dimensión. Del mismo modo que nos habían enseñado en la escuela, nuestra vida pasada llegó a formar parte de un proceso, de un desarrollo colectivo; cada uno de nosotros contenía el concepto; cada uno de nosotros era el país.

D.  La balsa de la vida

Este es un proyecto (puesto que sólo puede aspirar a convertirse en una obra de arte) para un monumento a aquellos que han muerto tratando de llegar al otro lado. Obra de arte funerario al fin, se utiliza mármol negro para los tablones de salvamento; tamaño; la estatura promedio de una persona en Cuba, 1.65 metros (o 5 pies 5 pulgadas). Entre cada placa de mármol, un madero forma una línea que indica la mitad de la estructura de un bote. La imagen sólo puede completarse cuando este esqueleto se una con su reflejo en el mármol. Entre cada tablón, algodón para calafatear, de modo que el bote no se hunda: como un elemento de sanación, como un signo de salvación.

Todo esto en una estructura repetitiva que sugiere una finitud impredecible, anónima, incapaz de nombrar cualquiera de aquellas que forman este espacio, con lo que se convierte en un monumento al silencio.

E.  Miedo

Este fue un acto obsesivo en que primeramente me acerqué a la isla («El viaje») y tomé una de las bolsas. Saqué el algodón que contenía mientras caminaba hacia el monumento («La balsa de vida). Comencé a usar el algodón una y otra vez calafateando los tablones de aquel «bote» con la esperanza de «evitar» que se volcara. El algodón era un símbolo del deseo de absolver toda la pena de modo que desapareciera, a fin de evitarla.

Luego de determinar mi intención frustrada, me acercaba al bote, roto y cargado con la historia de su propia inutilidad, fondeado en un astillero. Ponía en él el resto del algodón de la bolsa, una botella y mi cuerpo. Era un viaje sin punto de partida ni punto de llegada, que era muerte tanto como sueño. Una acción que era un ofrecimiento al igual que una solución desesperada.

F.  Estadística

Esta es una bandera funeraria. Originalmente surgió como la idea de una pared en que colocaría, como las marcas que hacen los prisioneros en sus celdas, cabellos de cubanos anónimos agrupados en pequeños mechones y atados con hilo. Más tarde, tratando de hacer referencia directa a Cuba, retomé uno de los motivos usados por los artistas cubanos, sobre todo los de la «generación de los ochenta»: la bandera.

La base es una tela negra. De un lado, los cabellos atados juntos con hilos rojos, blancos y verde olivo, en sustitución de los verdaderos colores de la bandera. Del otro lado, el hilo negro con que se cose el cabello a la tela muestra, negro sobre negro, el diseño de la bandera. Se convierte en una de esas banderas que se colocan fuera de la casa para indicar duelo.

Usé cabellos porque es un elemento que en Cuba, como en casi cualquier cultura, se considera el lugar donde se concentra toda la energía, toda la fuerza del pensamiento de la persona. Es por ello que, en la religión afrocubana, el cabello es una de las partes del cuerpo viviente que más se utiliza para controlar la «cabeza» de alguien, sus pensamientos, sus decisiones. En este caso se toma literalmente el sentido de atar con los hilos.

Esta es una obra de arte con fuerza de ritual, que comienza desde la acción de buscar el cabello y enrollarlo, hasta sentarse todos los días durante meses para coser la bandera cubana, como en la época colonial. En esa época las mujeres de la casa se reunían o iban a casa de otra patriota y se sentaban a coser esta misma bandera, que en aquellos tiempos no era el emblema nacional sino el estandarte de las ideas revolucionarias e independientes. Era un acto de conspiración y solidaridad. Era ser útil mientras los hombres estaban en la guerra.

Durante los casi cuatro meses que nos tomó hacer este trabajo, cada vez que venían amigas a visitar la casa, mi asistente Peria y yo les dábamos una aguja y les explicábamos la idea en que se basaba la obra y lo que había que hacer. Hablábamos sobre todos los temas.

Esta bandera tiene otra parte, que se hizo desde la perspectiva de los cubanos que viven fuera de Cuba.

G.  Cabeza abajo

Cabeza abajo toma su nombre de un poema y el título de un libro del poeta cubano Carlos A. Alfonso. Se expuso por primera vez en la galería alternativa Espacio Aglutinador en La Habana.

Una trinchera separa al público del espacio en que se desarrolla el performance. Hay en el piso una alfombra de artistas, críticos, estudiantes de arte y de historia del arte, personas del mundo del arte. Como en otras obras de arte, el público al que se dirige la obra es parte de ella, el sujeto de estudio, de análisis, de discusión.

Todos están tendidos en el suelo, cabeza abajo, de lado, de cualquier forma, unos encima de otros. La única persona que no se encuentra en esta posición está de pie esperando pacientemente junto a unas banderas. Apenas existen rasgos personales y sexuales, eliminados por una capa de harina. Detrás, surgiendo de una vestidura que imita lana de oveja y elevándose sobre la cabeza de la persona, hay una bandera, una bandera igual a las que están en el piso; incorporadas como las de los samurais japoneses, que ponen banderas de acuerdo con los nuevos señores para los que tienen que luchar y conquistar y defender territorios.

Comienza la música de fondo. La interpreta el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC, el Instituto de Arte e Industria Cinematográficos de Cuba, y las canciones son del movimiento de la Nueva Trova cubana, símbolos de la nueva ética revolucionaria.

El personaje principal toma una bandera y comienza a caminar sobre los cuerpos tendidos en el suelo. Se detiene, se inclina para acercarse a los cuerpos, a uno en particular. Ata una cinta del mismo color de las banderas. Toma una bandera igual a la que ella lleva a su espalda. Sigue caminando sobre esa gente. Se detiene, se inclina para alcanzar uno de los cuerpos. Ata una cinta que es claramente un pedazo de la bandera y la usa para cubrir la boca. Se incorpora, clava el símbolo de su triunfo, la bandera, que el cuerpo tendido en el suelo tiene que sostener. Marca su propio cuerpo al atar una cinta también a él, como un trofeo después de una acción victoriosa. Estas acciones se repiten. Atando los ojos, las manos, las orejas, las bocas, los pies de otros, dejando siempre su bandera triunfal y marcando su cuerpo con una cinta.

Los «territorios conquistados» comienzan entonces a modificar el paisaje. Hay dos vistas: una en que el espectador, desde arriba, puede ver todo lo que se ha descrito; la otra, en que el público ve sólo un personaje fantasmagórico que camina por el lugar creando un escenario de banderas rojas hasta que al fin rompe el cerco que forma la trinchera. Con banderas y cintas en la mano, el personaje avanza, comenzando a realizar la misma acción a los cuerpos que observan el performance, al público en sí. Y desaparece.

La masa de personas tendidas en el suelo comienza a levantarse lentamente, deshaciéndose de las banderas y cintas y abandonando la escena.

H.  Dédalo o El imperio de la salvación

Cuando salí de Cuba por primera vez de adulta, fui a Inglaterra a una beca de dos meses. Me dieron un estudio y espacio para exponer los resultados de lo que creara allí.

Como cualquier otra artista en estas condiciones, me sentí atraída por los museos. Pronto me encontré mirando obras de arte que nunca había soñado ver en el original. En mi delirio recordé a mis amigos, a mis estudiantes, a mi familia; con todos ellos había usado muchas de las piezas que ahora miraba como referencias, como objetos de estudio, como comparaciones, como comentarios, como puntos de partida.

Específicamente recordaba un estudiante que en aquellos tiempos creaba un arte lleno de referencias a Brueghel el Viejo y allí estaba yo de pie ante la pieza en que basaba su obra. Sentí una suerte de impotencia al pensar que el estudiante era quien debía estar allí, sacando mucho mayor beneficio de ella para su obra, creciendo ante esta y otras piezas. Comencé a desear que estuviera aquí y luego desee que otro de mis estudiantes pudiera estar. Recordé a muchas personas. Deseé que todas pudieran estar aquí, que todas pudieran tener esta posibilidad.

Entonces creé dispositivos voladores. Para dejar Cuba. Comencé a enumerar las formas posibles de salir. Cada una se convirtió en un dispositivo, cada una en un intento.

Ícaro había sido una referencia en un trabajo anterior. Pensando en todos los matices de este símbolo mítico, recordé que en una exposición del Museo Nacional de Bellas Artes en La Habana, en los años ochenta un artista había basado una pieza en esta figura, antes que los artistas de su generación hubieran decidido emigrar definitivamente. En su instalación, Ícaro caía en una superficie de espejos rotos (¿rotos en el momento del impacto?). Recordaba lo apropiado que era el símbolo para representar lo que se estaba produciendo en aquel momento, pero esos espejos ya no reflejaban la forma en que nosotros  -los artistas que vivíamos en Cuba y aquellos surgidos con posterioridad- asumimos ahora el acto de dejar Cuba.

Buscando las raíces del mito, Ícaro aparecía junto al inventor de las alas: Dédalo. Eran padre e hijo, ambos atrapados en una isla, prisioneros de sus propios movimientos, de sus antiguas lealtades, dentro del laberinto que el propio Dédalo había construido para el mismo rey que ahora los condenaba a ser devorados por el Minotauro como cualquier otro enemigo. Con ayuda lograron escapar de su propia prisión. Llegaron a las costas de la isla, con ninguna salida más que el mar infinito, imposible. Dédalo, el inventor, hizo uso de todos sus talentos, de todo su conocimiento, de todos sus ardides para escapar. Construyó alas para los dos y advirtió que no se debían acercarse demasiado al sol. La advertencia era una metáfora de la actitud que debe asumirse en esta acción. Ícaro murió por su juventud y ansiedad inexperta. Dédalo, con más experiencia, vio con dolor cómo su hijo caía y se perdía. Su actitud le permitió continuar, con esta imagen de advertencia, hasta las costas de otros reinos.

La imagen de Ícaro se transformó de acuerdo con la manera en que muchos tuvieron que quemar sus propias naves para poder dejar Cuba. Dédalo, quien había aprendido la lección, quien mantuvo la distancia, quien reconoció sus ventajas y sus limitaciones, creó sus propios medios de escape. Al igual que él hemos aprendido, mirando, cómo asumir el riesgo de dejar Cuba por otros medios.

Cada una de las piezas que componen esta serie muestra una forma de construir la posibilidad de dejar Cuba. Esto sólo se descubre cuando el dispositivo, que ha sido colgado a la pared sin revelar su propósito, camuflado como una parte más del paisaje, se revela cuando alguien decide ponérselo, cuando alguien lo «activa» al ponérselo. La forma en que hay que sujetar el dispositivo y cómo debe adaptarse el cuerpo a la imitación de sus movimientos es lo que lo lleva a uno a descubrir de qué modo puede uno inventar el escapar del laberinto, qué acciones pueden hacer posible que adoptemos una posición de partida.

Los dispositivos están hechos con material descartado y objetos encontrados. En Cuba no se bota nada, todo se convierte en materia prima para arreglar otra cosa que se haya roto. Deseaba adoptar la actitud del Movimiento Nacional de Inventores y Racionalizadores encargado de arreglar maquinaria vieja y casi inutilizable con lo que tienen a mano, sustituyendo mecanismos y piezas de otras máquinas

Pensé mi personaje como parte de esta asociación. Estos dispositivos serían los prototipos de la producción en masa y se distribuirían a todos los cubanos para que se fueran de Cuba.

Unos pocos ejemplos:

La absolución está hecha con hojas de palma real, el símbolo de Cuba. Se abre con la persona que la lleva, se pliega, se inclina, adora.

La ilusión se transforma en bicicleta, cubierta con papel en algunas partes. Cuando se le lleva, el cuerpo toma la posición de puños cerrados llevados en alto. El peso del acero es el equivalente simbólico de la carga de asumir una obligación tal.

Otro dispositivo es un corsé de tela metálica en que se coloca el cuerpo, que sólo comienza a moverse cuando otra persona, que se ha puesto los guantes conectados a la figura, mueve los dedos y comienza a mover los hilos del poder.

Estas son obras de arte en que coexiste cierta fragilidad con el peso, para hablar de la condición de dejar Cuba.

I.  Arte en América (El sueño)

En 1977 fui elegida con otros cuatro artistas para una residencia de dos meses en Estados Unidos. Cada uno fue a una ciudad distinta. La mía fue Chicago.

El mito de estar en Estados Unidos, de exhibir allí, aunque no es exclusivo de los cubanos, ha tenido entre nosotros una historia completa de ideas bien fundadas, de prejuicios, de predisposiciones, de creencias falsas, todo lo cual me hizo pensar en el título de esta pieza.

Cuando llegué a la Escuela del Instituto de Arte, donde me recibieron, entre otras cosas me recitaron una lista de personas que supuestamente conocería, dado que tenían que ver con el arte. Entre estos nombres reconocí el de Nereida García-Ferraz, una persona a la que había intentado conocer, puesto que la recordaba como una de las que hicieron el documental sobre Ana Mendieta que me había impresionado enormemente y que había sido una de las causas que me impulsaron a hacer la pieza sobre Ana.

La llamé esa misma tarde. Kaky Mendieta, la prima de Ana que me había dado datos que fueron vitales para mi obra, estaba allí. Pasamos todo el tiempo hablando sobre Cuba mientras comíamos, sobre la Cuba que ella había dejado tres años antes, sobre la Cuba de la que yo había acabado de venir, sobre la Cuba en que vivimos en un tiempo, en nuestros recuerdos; eran todos iguales, todos diferentes.

Comenzaron a presentarme a las personas que formaban parte de esa comunidad, que como todas las comunidades tiene que ver con sus propias circunstancias. Era más bien un tipo de círculo, como un viaje que comienza y termina en un mismo punto. Yo estaba con personas que eran familiares y amigos de Ana Mendieta. Amigos que compartieron parte de su vida cotidiana, de sus logros, de sus momentos finales.

Era ésta la primera vez que viví dentro de una comunidad cubana en Estados Unidos. Vi cómo funcionaba en realidad, cómo se adecuaba y cómo no se adecuaba a los mitos que existen sobre dichas comunidades. Por primera vez mi obra sobre la emigración cambiaba su punto de referencia; ahora no era sobre la pérdida en Cuba, sino como la pérdida de Cuba.

Esto coincidió con un recorrido de la ciudad que hice con algunos amigos a fin de que yo pudiera apreciar algo de la arquitectura local así como algunas de las vistas más interesantes aunque menos conocidas. En un punto me explicaron que la ciudad tenía capas múltiples con niveles distintos a lo largo de la orilla del lago y más allá, que servían a una multitud de propósitos, planeados y no planeados.

En uno de esos niveles, hay un camino que se hace subterráneo y se enrosca en las propias bases de la ciudad. A lo largo de ese camino hay una ciudad sumergida, un lugar en que los seres humanos se refugian del frío. La gente que vive allí, a lo largo de los márgenes y sin paredes, carecen de hogar.

Me fascinó ese concepto de una ciudad dentro de una ciudad. Arriba, visible; abajo, libre de los problemas del tiempo pero invisible al tránsito que pasaba zumbando, había un paisaje de camas en que las sillas, en lugar de sitios de descanso, servían como puntos de observación junto a cajas de cartón que dan la ilusión de salas, de habitaciones… en resumen: de una casa,

Me impresionaron especialmente las similitudes entre los sin hogar y los grupos inmigrantes por la forma en que, para protegerse, crean trincheras en torno a las comunidades que construyen, inventando sus propios lugares «seguros» en que conservan su propia lengua, tradiciones, cultura y formas de ser de vidas pasadas. Estas comunidades también funcionan como una ciudad dentro de la ciudad, como una ciudad bajo la ciudad.

En Cuba, como en la mayoría de los países, la situación de la vivienda es uno de los problemas más opresivos que enfrentamos, aunque por el momento al menos no hay personas sin hogar, ni como individuos ni mucho menos como grupo social. De modo que, para mí, Lower Wacker me parecía un mundo diferente.

Pero según comencé a pasar tiempo allí, el nombre que se da a las personas de Lower Wacker, «homeless» (sin hogar), comenzó a parecerme la traducción literal de la palabra española «homeland» (patria). La relación entre estos conceptos de «home» y «land» para definir un concepto que se traduce de modo más abstracto en otras lenguas, me creó una conexión entre «homeless» y «homeland». Los inmigrantes, como los sin hogar de Lower Wacker, carecen de hogar en su propia tierra.

Según comencé a pensar sobre los dos grupos, comprendí que había otras conexiones entre sus situaciones. Ambas comunidades tienen que convertir sus existencias nómadas en una forma de vida. Ambas sufren de una pérdida de ciudadanía: los sin hogar (homeless) porque existen en una suerte de tierra de nadie; los inmigrantes -a mi entender, los inmigrantes cubanos en particular- porque al dejar la isla abdicaron a su derecho a regresar y se convirtieron en una suerte de parias.

Las duras condiciones de supervivencia que experimentan quienes dejan su patria suelen ser comparables con las que experimentan personas que pierden el empleo, que son echadas de sus casas o que sufren la discriminación de la sociedad. Ambos grupos sufren conflictos internos, cambio repentino, necesidad de asimilarse con rapidez a condiciones nuevas y un conocimiento casi fatídico de que es prácticamente imposible cambiar su situación. Ambos grupos deben también luchar contra una abrumadora burocracia que suele ser indiferente cuando no también ineficiente.

Creo que la soledad de los inmigrantes y los sin hogar, cuando llegan a un lugar nuevo y tienen que restablecerse, es también bastante similar. Ambos deben desarrollar habilidades nuevas, aunque sea solamente porque se encuentran fuera de su propio hábitat. No son ya quienes dirigen sus destinos, sus derechos son pocos y les son casi desconocidos. Los inmigrantes, incluso cuando alcancen las metas inmediatas de su viaje, mantienen, como los sin hogar, un cierto sentido de no pertenecer, de otredad.

La nostalgia es otro punto común. Los sin hogar anhelan el tiempo en que tenían casa, empleo, familia; el inmigrante sueña con un tiempo, que mantiene en la memoria, que es siempre mejor. La imposibilidad de regresar al pasado sirve como una suerte de estigma en ambos grupos, La lucha por regresar a la forma anterior de vida, tanto abstracta como concretamente, comienza a dar forma a su nueva manera de vivir.

Por supuesto, no todos los cubanos emigran por las mismas razones, al igual que no todos los sin hogar llegan a esa condición por las mismas causas. Pero ambos grupos sufren una discriminación social opresiva y, en el mejor de los casos, son objeto de lástima de los que están arriba.

Hasta este punto, mi obra ha tratado a la inmigración desde la perspectiva de alguien que vive en Cuba y lidia con sus efectos inmediatos en su vida allí. He intentado ahora acercarme al tema desde una perspectiva diferente, tomando en cuenta el contexto y las pérdidas propias del inmigrante. Hay aquí mucho más por explorar y aprender, pero este es al menos un comienzo.

En el performance que hice, Ricardo Fernández, Nereida García-Ferraz, Raquel Mendieta, Achy Obejas, Alejandra Piers-Torres, Paola Piers-Torres y Nena Torres se contaban entre los participantes. La mayoría eran emigrantes cubanos que se habían marchado bajo circunstancias diferentes y en momentos distintos.

La pieza fue interpretada en un escenario oscuro con solo pocas luces amarillas, en un esfuerzo por simular el túnel donde viven los sin hogar. Había varios personajes. Al entrar, había que pasar por una mesa donde una persona con aire estricto y oficial pedía que se le dejara una identificación para entrar, como se hace para transacciones legales. Se explicaba que esta era una condición necesaria para continuar. Es importante esta función como desposesión simbólica de las personas que somos o creemos ser según lo que hacemos socialmente, como no dejar que se vean ciertas cosas.

Otro personaje movía cajas de cartón, con nombres de piezas de una casa, las que se mantenías cambiando de lugar y sirviendo como si fuera una casa de verdad. Cada vez que terminaba de hacer su nueva vivienda, tenía que mudarla otra vez completa a otro lugar, y así infinitamente. Esta acción, aparte de representar la inestabilidad de la condición del emigrante, era una metáfora de la búsqueda constante de la casa perdida.

En otro rincón, una niñita estaba de pie con dos mujeres que leían cartas a la luz de una vela, que como ofrenda e iluminación les dejaban ver el futuro de los transeúntes. La niña pedía comida con un cartel. Las mujeres intentaban recoger dinero con lo único que habían podido traer consigo a este lugar en que ahora estaban, su única fortuna, su espiritualidad, sus tradiciones. Una mujer leía las cartas en español y otra traducía al inglés, como metáfora del esfuerzo que había que hacer para comprender otras culturas e intentar preservar la propia, el único escudo que uno tiene.

Para marcharse al final, cuando se recibía la identificación de vuelta, debía uno pasar un proceso similar al de los emigrantes cuando solicitan ciudadanía en su país de residencia. Se formulaban las mismas preguntas que en el examen para la ciudadanía americana. En muchos casos el público, casi todos ciudadanos americanos, daban las mismas respuestas, y tenían las mismas reacciones, que un verdadero inmigrante en un proceso real. Las personas sentían la misma necesidad de recuperar su propia identidad, la misma compulsión de terminar y marcharse sin tener que preocuparse ya por su torturante situación. Esta es una obra en vías de realización.

He regresado a Estados Unidos por cuatro meses y aunque hay una enorme diferencia entre lo que es mi vida y la verdadera vida de un emigrante, tengo algunas experiencias similares que me permiten comprender en mi propia carne algunos de los sucesos emocionales y prácticos que deben experimentar aquellos que tienen que adaptarse después de emigrar.

Al igual que Ana deseaba regresar, conscientemente, para descubrir una parte de su historia que no le era completamente accesible y llevó su cuerpo como la medida del mundo, yo he convertido esta estancia en el extranjero, este proceso, en una forma de entrar en las dinámicas vitales de una cubana que sale de Cuba y he tomado mi situación como punto de referencia, buscando desde lo personal una visión más completa y estando más dispuesta a entender a los cubanos, como somos, en dos partes.