La estetica del miedo -a propos de una conversacion con Juan Carlos Cremata-, mirando al rey morir

14.07.2015 .
La Habana, Cuba

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Imagino el alivio de los censores en el campo de la cultura cuando descubrieron que podían utilizar, en vez de una justificación política, el criterio estético para cerrar una obra de teatro, quitar un cuadro de una exposición o suspender la impresión de un libro. 

He presenciado la sonrisa sórdida de burócratas tuertos en el país de los ciegos, cuando con una frase estéticamente enjuiciadora, creen haber dado un golpe maestro que les salvará su cargo. Que placer político el poder decirle a alguien, resolviendo el problema, que su obra es muy pobre estéticamente en vez de enredarse con el artista en temas de políticas cotidianas (y muchas veces mezquinas). El problema de esta fórmula tan utilizada en Cuba para evitar la reaparición de Padilla radica en que con el arte no se puede imponer un solo criterio estético, no hay un solo tipo de estética, no se puede monopolizar las reacciones del público (aunque en Cuba se ha logrado condicionar bastante la conducta pública) y a un artista no se le puede negar la complejidad de lo directo. 

Como hay un criterio estético en el arte que se usa para censurar, también hay una estética de la política que se podría utilizar para invalidar e ignorar los argumentos de los censores. Por ello, me gustaría decirle a los censores de la cultura algunos de los problemas estéticos en su política, aquí comparto los que vienen más pronto a la mente:

 Repetir siempre el mismo patrón al censurar (se hacen previsibles las reuniones con los Presidentes de los Consejos de Cultura, el policía cultural bueno y el policía cultural malo, el artículo oficial por un especialista para eliminar o crear dudas sobre el valor de la obra censurada, el funcionario dolido por la traición o intransigencia del artista, negociaciones en las que el único que tiene que ceder es el artista, el funcionario «amigo» que le aconseja, esparcir rumores (mejor si son políticos) sobre el autor para hacerlo «tóxico» y así aislarlo del gremio y -para casos extremos- enredarlo en algún delito que sustituye el dialogo público sobre la obra censurada por algún chisme, entre otros recursos).

  Ser pobres en sus argumentos ya sea por la pereza intelectual del oportunista, el automatismo político del burócrata o porque es la mejor manera de ocultar que ellos también piensan como el censurado. Sus argumentos son pobres porque están basados en mantener el poder y no en estar en armonía con la realidad de la calle. Sus argumentos son pobres porque están acostumbrados a que la mayoría acepte sin estar de acuerdo. Sus argumentos son pobres porque se han usado los mismos argumentos desde hace más de cincuenta años en este país para censurar el arte. 

 Tener un espectro emocional limitado (toda discusión termina con la aclaración de quien manda o no es el momento adecuado o el daño que se le hace a la Revolución, etc.). 

 Ser vagos (sería mucho mejor, aunque daría mucho más trabajo que el funcionario que hace el papel de mediador entre el artista y la Seguridad del Estado no sólo ejerza presión sobre el artista sino que haga comprender al compañero/a que la obra no representa ningún riesgo para la seguridad del estado ni para la estabilidad del gobierno, aunque sí claro, es una manifestación de la libertad de expresión).  

  Pensar por el otro (pensar que un artista siempre tendrá miedo y será cosa de amenazarlo con la posibilidad de no poder seguir mostrando su arte al público). Pensar que a todos los artistas se les compra. Pensar que un artista no tiene principios y solo es un «loquito» inconforme.  

 Actuar a corto plazo (una obra censurada es una obra no olvidada) 

La evolución de la censura en Cuba se evidencia en cómo ha desplazado el momento de su intervención -al menos en las artes plásticas- antes se censuraba la obra expuesta ya vista por algunos espectadores al darse cuenta de los peligros de interpretación; después se censuraba ya montada la obra antes de inaugurar; después se trataba de intervenir en el proceso de producción (con dinero o con consejos) pero como todo esto trae sus inconvenientes (la gente se entera, se comenta y al final se sabe que hubo censura y potencial escándalo) se encontró una fórmula más eficiente: el ejercicio de la autocensura (sólo el autor sabe lo que obvió por intereses de mercado o por no buscarse líos). Pero a veces los censores nos sorprenden en su suspicacia, dando interpretaciones que ni al mismo artista se le habrían ocurrido y que a veces son más subversivas de lo que uno pudiera permitirse pensar. 

En algunos casos (me pasó) el censor imagina la obra antes que al artista se le haya ocurrido y toma medidas preventivas contra algo que todavía no existe.

Yo vi la obra «El Rey se muere» dirigida por Juan Carlos Cremata (en su versión narrada aprés Ionesco) y me dio un gran placer imaginar las máscaras de los espectadores caer y la vergüenza, al tener que inmediatamente recogerlas y volvérselas a poner, por el temor de que a su lado hubiera un potencial censor que pudiera evaluar esta falta de disciplina político-cultural. Quizás fue esto el acto más subversivo de la obra. Porque lo que no se le perdona a un artista en Cuba es que desnude el alma política del espectador. 

Con la censura de esta obra, me doy cuenta que no es un problema de género (performance o teatro / clásico o contemporáneo) sino de oportunidad para que el público, a través de una obra de arte, se libere de una conducta aprendida: el miedo.